Comentarios sobre el nuevo Presidente de Cuba

A pesar de las elecciones, el cambio político real está tan lejos como siempre.

Comentarios sobre el nuevo Presidente de Cuba

A pesar de las elecciones, el cambio político real está tan lejos como siempre.

Although Raul Castro is stepping down as Cuba's leader, this is no victory for democracy. (Photo: Joe Raedle/Getty Images)
Although Raul Castro is stepping down as Cuba's leader, this is no victory for democracy. (Photo: Joe Raedle/Getty Images)

Este 18 de Abril -insólitamente un día antes de lo anunciado originalmente- apareció en la esfera pública de Cuba un nuevo Presidente del Consejo de Estado: Miguel Díaz-Canel. No había candidatos, ni sondeos de opinión porque en la isla impera una especie de Ley del Rumor y el chisme es todo un deporte nacional. Por eso es necesario aclarar algunas cuestiones.

No deberíamos llamarle “Presidente” a secas, porque en la Isla no existe ese puesto ejecutivo desde 1976. La Constitución Socialista de ese año estableció que las decisiones del Estado y el Gobierno de la nación deberían ser colegiadas entre 31 miembros; que la voluntad de alguno de ellos nunca prevalecería por encima de la de otro; y que las personas con esa responsabilidad podrían ser removidas por la Asamblea Nacional del Poder Popular.

Desde 1976, la Asamblea deroga sus funciones en el Consejo de Estado, que ha sancionado tres veces más decretos ley que leyes los diputados, quienes ocupan sus asientos en el Palacio de Convenciones, sólo dos veces al año y para decir “todo bien”.

Sin hemiciclo o sede propia para reunirse desde hace 42 años, porque el Capitolio fue convertido en museo, la estructura legislativa confirma o -rara vez- modifica las propuestas del Partido Comunista, cuya cúpula dicta las líneas a ejecutar por los Ministros, muchos de los cuales integran -a su vez- el Buró Político del Comité Central, sin importarles ser parte y juez. 

A pesar de lo  lo enredado del andamiaje, las elecciones de los parlamentarios constituyen el único espacio formal donde cubanos y cubanas tienen, al menos, el derecho de ratificar o no el único órgano de poder del Estado aprobado por la ciudadanía. 

Los sufragios del pasado 11 de marzo validaron a los 605 diputados, distribuidos entre los 168 municipios del país, por la Comisión de Candidaturas. Este aparato todopoderoso es dispuesto por el Parlamento saliente y está conformado, o debería estarlo -porque nadie conoce a la totalidad de sus integrantes-, por miembros de las organizaciones políticas y de masas. Entiéndase los CDR, la UJC, la ANAP, la FMC y todas aquellas definidas en la Constitución, la misma que no dejó espacio a la libre asociación.

En cada localidad la Comisión aprobó -como mínimo- dos legisladores por los cuales los cubanos y cubanas votaron. Uno de ellos ya resultó ganador el pasado Octubre, en la función de Delegado de alguna de las circunscripciones del municipio. Y el otro legislador propuesto (o los otros, en caso de territorios donde la densidad poblacional es alta) ocupa la categoría de“candidato de ascendencia nacional”.

Esta categoría agrupa al 50 % del total de las propuestas. Aproximadamente 302 futuros diputados  son ubicados, para los comicios, en cualquier localidad de Cuba, aunque ellos nunca hayan puesto un pie en esa zona, ni se comprometan a abogar por los pobladores que les votaron, sin siquiera conocerlos.

Este grupo de nominados no está integrado por Delegados locales, sino por personas seleccionadas a dedo, casi todos en importantes puestos de dirección. La Comisión de Candidatura estructura sus propuestas mediante una serie de reuniones, no públicas, celebradas con las organizaciones de masas y los parlamentarios vigentes.

Un mecanismo de control diseñado para integrar a la Asamblea a los ministros, los administradores de grandes empresas estatales, los integrantes del Buró Político, los militares de alto rango y los directivos de las organizaciones de masas. O sea, al poder real.

Así es posible, por ejemplo, la selección de Salvador Valdés Mesa por Güines, en la provincia de Mayabeque, y de Manuel Marrero por Gibara, en Holguín. El primero, actual Vicepresidente del Consejo de Estado, debería haber sido postulado por Santa Cruz del Sur, en Camagüey, si se respetara el territorio de dónde es oriundo, o por La Habana, si se tomase en cuenta su lugar de residencia. El segundo, Ministro del Turismo, tampoco nació ni vive en Gibara.

Pese al tiempo empleado para emitir los resultados finales, la Comisión Electoral Nacional ha reconocido la ausencia de 1 millón 240 mil 098 personas inscritas en el padrón electoral, la caída de cinco puntos en la asistencia a las urnas. Sin embargo el 85,65% de participación será empleado por el Gobierno otra vez en su valor de refrendación popular.

Con toda probabilidad, el próximo 19 de abril algún comunicado en la prensa estatal hará ínfulas del respaldo del pueblo a la denominada democracia socialista, y comparará la cifra de participación con la de países del área.

Las notas de prensa ideadas en alguna oficina del Departamento Ideológico del Comité Central no explicarán, sin embargo, la naturaleza del poder como constrictiva y permisiva al mismo tiempo. En Cuba el poder no es esencialmente represivo, porque incita, suscita, produce su propio sistema semiológico. La “hegemonía cultural”, en el sentido del mismo Gramsci, no necesita aparatos de violencia física para imponerse en una papeleta.

En un país donde la educación, las instituciones religiosas y los medios de comunicación están regulados por una única élite dominante –no ya dirigente-, los conceptos de nación, patria, derechos sociales, elecciones se han naturalizado mediante un proceso de satanización de lo foráneo, como estrategia maquiavélica para generar unidad interna y configurar un enemigo externo que justifique un discurso bélico y no un adversario político.

El pueblo vota, en esencia, para no sentirse integrado a quienes intentan transformar el statu quo. Hacerlo significa identificarse, ante familiares y vecinos, como enemigo externo. Pero también porque es un día para la socialización, para disfrutar la fila y chapuzar en risas las mismas penas de siempre: el pollo por pescado, la mortadela podrida de la bodega, el pan duro de cada día. La falta de información sobre el sistema electoral es ganancia neta para la continuidad del sistema político actual.

Si analizamos los porcentajes, el número de papeletas en las urnas oscila entre el 87 y el 89 % en las provincias orientales; en La Habana el resultado equivale a 79,46 %. La gente participa menos en las grandes ciudades de la Isla, donde también hay más contacto con noticias de medios no estatales, sean formados por cubanos o internacionales, mayores ingresos económicos, más acceso a Internet.

Otros números, por su parte, demuestran incoherencia de quienes intentan proyectar una idea universal de unanimidad y respaldo nacional, mediante el denominado “voto unido” (modo de selección de todos los candidatos con una X en un círculo gigante en la parte superior de la boleta).

El proceso del 11 de marzo pasado reflejó un millón 366 mil 328 cruces selectivas. Esto refleja una mayoría creciente de ciudadanos no dispuestos a aceptar plácidamente todas las propuestas de la Comisión de Candidaturas.

Examinemos los municipios La Habana Vieja y Céspedes, en Camagüey. Un grupo alto de asistentes se posicionó y decidió no otorgarle el SÍ solo a una persona, en desacuerdo con los otros. ¿Qué hubiese sucedido si una de las propuestas no lograse el 50% más uno de las papeletas válidas? Por primera vez desde 1976 un Diputado no habría sido elegido y esto habría generado un proceso de consultas para nominar dos nuevos candidatos en la localidad.  

La Comisión de Candidatura, oculta de la palestra mediática, tejió los hilos de una Asamblea comprometida con mantener sus arengas y comodidades, y no con la posibilidad real de realizar las reformas exigidas por numerosos sectores afines al sistema.

La diversidad de la sociedad apenas encuentra representación. El número de hombres y mujeres, afrodescendientes y caucasianos, está balanceado, pero no existen líderes de opinión de grupos minoritarios, ni representantes de grupos de población estigmatizados.

La cuestión racial en Cuba no se dirime en cifras, sino con la implementación de estrategias que penalicen la discriminación y garanticen desarrollo urbano en barrios marginalizados; que viabilicen el acceso por igual a tecnologías, cultura y estilo de vida en La Habana y en las zonas rurales de las provincias orientales, donde todavía lavar la ropa en el río es visto como síntoma de progreso.

No existen diputados que se reconozcan públicamente como miembros de la Comunidad LGBTI, dispuestos a promover la implementación de un nuevo Código de Familia, o mejor aún, la eliminación del mismo, para nunca más delimitar en un concepto las uniones afectivas entre dos personas, de acuerdo a su género o deseo erótico. Tampoco alguno de ellos se ha posicionado frente a temas a flor de piel en casi toda la sociedad, como la eliminación de la dualidad monetaria o la necesidad de una Ley de Cine y una Ley de Prensa, que garanticen pluralidad.

El sector cuentapropista apenas encuentra respaldo en tres diputados, aun cuando ellos conforman casi 1 millón de trabajadores, entre declarados e informales. Y los cooperativistas no agropecuarios ni siquiera fueron contemplados.

Entre tanto, un tercio de los representantes ocupan algún puesto de dirección, lo cual es más  grave aún si analizamos cómo la mayoría ha llegado a sus cargos actuales mediante la denominada “sucesión de cuadros”. 

Díaz-Canel es una nueva figura política pero no hay  un nuevo Gobierno. La ausencia ahora de un líder mesiánico abre paso, poco a poco, a una clase dominante que se reparte el poder con la venia del partido comunista.

Díaz-Canel habrá de poseer el valor más vilipendiado durante años dentro de la alta  cúpula: el de la continuidad. Deberá ser muy astuto para encauzar las transformaciones exigidas por las masas que le habrán otorgado un talonario en blanco -sin haber tenido otra opción- y para no  afectar demasiado las posiciones de un grupo de militares anclados a sus puestos. Lo suficientemente hábil para encontrar una simbología propia y legitimarse en el  poder, sin disparar un tiro en la Sierra Maestra. El poder en Cuba, claro está, siempre puede ejercer la fuerza, sin disparar un arma.  

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